domingo, 10 de noviembre de 2013

La muerte y el rey
Marina Colasanti

Noche, todavía no. Pero las nubes tan oscuras que era como si lo fuera. Y en la oscuridad pesada la Muerte, envuelta en un manto, galopaba su negro caballo hacia el palacio. Los cascos incandescentes incendiaban el pasto. Las piedras se deshacían en destellos.
Frente a la muralla, no gritó ni se apeó para llamar a la puerta. El manto crepitaba al viento. El caballo escarbaba la tierra con la pata. Ella aguardaba.
Al instante los pesados batientes se abrieron en un chirrido de herrajes. Y la Temible fue conducida en presencia del Rey.
-Su Majestad, os he venido a buscar -dijo sin rodeos.
-No me negaría a un llamamiento tan definitivo si no tuviera una buena razón respondió el monarca con idéntica exactitud. -Pero le pido que no partamos ahora. Mañana habrá un torneo en los jardines del palacio. Y estoy seguro que su presencia dará otro valor a la disputa.
Un instante fue suficiente para que la Muerte evaluara el pedido. Y estuviera de acuerdo. Al fin y al cabo, un día menos poco pesaría en la eternidad. Pero pesarían mucho los que ella llevaría.
Se retiró pues, esperando el amanecer.
Estando aún oscuro, el castillo se agitaba preparando el torneo. Caballeros llegaban de lejos. En los jardines se armaban tiendas de campaña. Hogueras ardían en los talleres de los armeros. Cuando el sol nació, farfullaron las sedas, los gallardetes, las hojas de los árboles, y un idéntico brillo metálico saltó de las miradas, de las armaduras, de las joyas de las damas. En un instante sonaron los clarines y los caballos partieron a galope. Y la sangre floreció en el césped.
Por la noche la Susurrada se dirigió otra vez al Rey.
-Su Majestad, en mi morada nos esperan.
-En la mía también, señora -le contestó el Rey con dura voz. -Informantes me acaban de revelar que un grupo de conspiradores está pronto para alzarse en armas contra mí.
Dándole tiempo para que evaluara sus palabras, agregó en voz más baja, casi seductora: los que en las sombras se esconden habrán de necesitar su ayuda.
Vastas son las sombras, pensó la Muerte calculando su parte. Y una vez más aceptó postergar la salida.
Al atardecer del día siguiente, un mancebo fue apuñalado en un corredor oscuro, un ministro murió junto a una columna atravesado por una espada, mientras que de lo alto de una escalera una dama caía envenenada. Antes del nuevo amanecer el verdugo decapitó las otras cabezas que habían conspirado contra el Rey.
-Su Majestad, ya esperé más de la cuenta  -dijo la Intransponible después de recoger la carta. -Mande ensillar su caballo. Y partamos.
-Es verdad, ha esperado. Pero fue altamente recompensada -le contestó el Rey. -Mandaré ensillar el caballo como me pide. Y partiremos. Pero no para seguir su senda. Les acabo de declarar la guerra a los países del Este. Y necesito su presencia en los campos de batalla.
Por antigua experiencia, la Muerte sabía cuánto podría cosechar en esos campos. Sin decir palabra emparejó su caballo con el del Rey y emprendió el largo viaje. Había mucho trabajo por delante.
No era trabajo de un día. Ni de dos. Muchos días transcurrieron. Meses. Años. En que la Sombría no se daba tregua, cortando, quebrando, arrancando. Y cosechando. Cosechando. Cosechando.
Y como había cosechado tanto, llegó un momento que la guerra no podía continuar más. Y terminó. Al frente del ejército diezmado el Rey y la Muerte retornaron a palacio. Y en la sala, ya desprovista de caballeros, el Rey firmó el tratado de paz.
Fresca aún la tinta, la Insaciable se aproximó al Rey para recordarle que otro viaje lo aguardaba.
-Iré, amiga mía -le contestó con voz gastada de tanto gritar órdenes.- Pero mañana. Ahora es tarde. Y estoy tan cansado. Permítame dormir en mi cama sólo esta noche.
Y puesto que la Muerte hesitaba: Sea generosa conmigo, que le he dado tanto”.
Una noche, pensó la Invencible, no haría diferencia. Y también ella merecía un descanso. Como en el día de su llegada, ahora tan lejano, se retiró a sus aposentos.
Silencio en palacio. Sólo el sueño recorría los corredores. Pero en su habitación el Rey permanecía despierto. Había llegado el momento. Se levantó, se cubrió con un manto, agarró el candelabro con la vela encendida, abrió la pequeña puerta que una cortina ocultaba y entró en el pasadizo secreto tratando de no hacer ruido.
Bajó algunos peldaños, siguió por el fangoso piso entre paredes estrechas, bajó una escalera enorme, avanzó por una especie de corredor interminable, bajó otros peldaños. Finalmente, con la cabeza gacha para evitar las telas de araña, dio un tirón a una argolla de hierro y una puerta se abrió. Había llegado a la caballeriza.
De un suspiro el viento apagó la vela. Tanteando agarró montura y arreos, y con gesto rápido ensilló el caballo. Lo montó de un salto. Le clavó las espuelas. Soltó las riendas. Y ya estaba afuera galopando en la noche, alejándose de palacio.
Galopaba el caballo. Por un instante las nubes se abrieron, la luz de la luna mordió el pescuezo de la bestia. Fue entonces que el Rey notó que el caballo era más negro que las tinieblas. Y que al pasar, los cascos incandescentes quemaban el pasto deshaciendo las piedras en destellos.


Pájaros en la nariz

Autor: Ricardo Mariño.
 Se puede decir que la vida del señor Scoch transcurría igual a la de cualquier persona, hasta que una mañana, al levantarse, se dio cuenta de que durante la noche su nariz había crecido un metro.
El espejo que tenía en su casa no alcanzaba a reflejar una nariz tan larga, pero él se las ingenió para medirla con una regla. Efectivamente, era un metro exacto de nariz que seguro le iba a traer numerosos inconvenientes que ya podía imaginar: en lugar de pañuelos debería usar sábanas o cortinas; en el cine estará obligado a apoyar dicha prominencia sobre el hombro del espectador de adelante; las fotos que se sacara de perfil deberían incluir la leyenda “sigue al dorso” y nunca más podría besar a su esposa o viajar en colectivo sin provocar una verdadera catástrofe. Incluso el mote de “narigón” le quedaría irremediablemente chico.
Por lo pronto, para evitar inconvenientes, el señor Scoch decidió ir caminando hasta su trabajo. Era locutor de una radio y por las mañanas leía a los oyentes las noticias de todo el mundo.
Mientras recorría la primera cuadra hacía la radio, el señor Scoch vio que una blanquísima gaviota que volaba muy alto comenzaba a descender, daba luego varias vueltas sobre la cabeza, hasta posársele sobre la nariz.
 Era la primera vez que veía una gaviota desde tan cerca, de modo que no le molestó que el pájaro permaneciera balanceándose delante de sus ojos.
En la segunda cuadra se paró también sobre la nariz del señor Scoch un pequeñísimo canario rojo. Y en la tercera cuadra, al pasar delante de una casa, saltó desde la ventana un loro que se ubicó al lado el canario.
Al cruzar la calle siguiente los tres pájaros se corrieron un poco hacia la cara del señor Scoch para hacerle lugar a un copetudo cardenal que llegó volando desde la rama de un árbol y al apoyarse sobre la nariz casi hizo que se cayeran los demás. Enseguida, sobre la punta de la nariz interminable del señor Scoch se posó un nervioso gorrión que continuamente movía la cabeza mirando para todos lados.
El señor Scoch entró a su trabajo, la emisora LT30 Radio General Zapato con los cinco pájaros parados sobre la nariz. Al verlo, el portero pensó que estaba soñando un sueño disparatado, lleno de pájaros, como suelen ser los sueños más lindos.
Pero no era un sueño.
Scoch pasó a la cabina de  transmisión, se sentó a la mesa cuidando que su nariz y los pájaros no golpearan en el micrófono, pero cuando iba a saludar a los oyentes le dio el primer ataque de una enfermedad llamada, según supo después, “manía mentirosa”.
Queridos oyentes –anunció el señor Scoch sin sospechar que estaba atacado de manía mentirosa-, como muchos de ustedes ya sabrán, esta tarde llegará a la Costanera una bandada de chanchos voladores.
 Se trata de una especie de cerdos muy comunes en el norte de China, donde llegan a pesar más de 400 kilos y a tener alas de 25 metros.
 Esta bandada de chanchos voladores fue sorprendida por un fuerte viento cuando volaba sobre el Mar de la China, desviándose en su vuelo hacia nuestras costas. Se estima que alrededor de las cuatro de la tarde estarán en Buenos Aires.
 Debido a este extraordinario acontecimiento, el gobierno ha decretado feriado para que todos los habitantes puedan disfrutarlo.
 Una vez que hizo este anuncio, el señor Scoch sintió el temblor de la nariz y notó luego que ésta se le achicaba veinte centímetros. El gorrión, que era el último pájaro que se había posado sobre ella, dio un pequeño salto, agitó sus alas y remontó vuelo, saliendo a la calle por una ventana de la emisora.
Esa tarde, miles de personas se agolparon en las veredas e la Costanera. Algunos sostenían carteles que decían:
¡BIENVENIDOS QUERIDOS CHANCHOS!
Había cientos de vendedores de garapiñadas, helados y salchichas, pero los que más vendían eran los que ofrecían unos graciosos chanchitos de goma con alas de seda. La multitud esperó varias horas en la Costanera sin que llegaran los chanchos voladores anunciados.
En la radio se armó un gran escándalo. El mismo Director General de Radio General Zapato llamó al señor Scoch  a su despacho y entre respetabilísimos insultos le ordenó que fuera a visitar a un médico, al doctor Miocardio Suero, para curarse de esa extraña enfermedad que le hacía decir disparates.
El señor Scoch salió de la Radio hacia el consultorio del doctor Miocardio Suero, el médico más caro de Buenos Aires, de quien se decía que podía curar cualquier enfermedad y que cierta vez hasta había logrado que hablara un sordo.
A poco de caminar, Scoch sintió que la nariz le temblaba, y enseguida le dio el segundo ataque. Detuvo a un diariero y le contó que conocía a un señor tan cuidadoso que cuando se le caía el peine al piso lo llevaba al dentista para que le fueran revisados los dientes.
El diariero lo miró sorprendido y más se asombró al ver que Scoch se le volaba uno de los pájaros, el cardenal y se le achicaba la nariz.
En la cuadra siguiente le dio el tercer ataque. Le contó a una monja que dentro de una cajita de fósforos tenía un caballo tan pero tan pequeño que para hacerlo galopar de un extremo a otro de un escarbadiente debía permitirle descansar tres veces y darle agua en baldes hechos con cabezas de mosquitos.
La nariz se le achicó otros veinte centímetros, se voló el loro, y la monja cayó desmayada.
Caminó otra cuadra y le dio el cuarto ataque. Le contó a un estudiante de violín y a dos viejitas gemelas que el año anterior, jugando al fútbol, tiró un penal con tanta fuerza que la pelota rompió la red del arco, atravesó el paredón de la cancha, derrumbó varias cosas, voló sobre el mar, perforó la vela de un barco, y siguió, y siguió, hasta esa misma mañana en que le avisaron desde un país africano que un elefante la había cabeceado devolviendo el tiro, así que la pelota llegaría a Buenos Aires aproximadamente en diez meses.
La nariz se le achicó veinte centímetros y se voló el canario rojo.
Por fin el señor Scoch llegó al consultorio del doctor Scoch llegó al consultorio del doctor Miocardio Suero, de quien también se decía que cierta vez había logrado estirar los ojos de una corta de vista hasta convertirla en largavista, y hasta había hecho de un tartamudo un tartahablante.
A pesar de estar acostumbrado a las cosas más increíbles, al ver al señor Scoch el médico se quedó casi paralizado de asombro ya que jamás había sabido de una persona con una gaviota parada sobre la nariz.
Scoch  narró al médico cuanto le había ocurrido, desde que al levantarse notó que su nariz había crecido un metro hasta el problema de los disparates que le salían involuntariamente.
Miocardio Suero se quedó pensativo, adoptando una expresión que parecía de loco rematado pero era de pura inteligencia. Poco después se retorció el fino bigotito izquierdo y le dijo al señor Scoch:
-Su enfermedad se llama “manía mentirosa”. Si antes tenía un metro de nariz y al decir cuatro mentiras se le achicó 80 centímetros, quédese tranquilo porque cuando se le ocurra el último disparate su nariz volverá al tamaño normal.
Scoch se alegró muchísimo y le preguntó cuánto debía abonarle por la consulta.
-Bueno… -dudó un instante el doctor Suero, y enseguida agregó-: ¡Regáleme un coche y listo!
-¿Cómo? ¿Un coche? –preguntó el señor Scoch, desconcertado.
-Sí, sí… un coche –repitió Miocardio Suero, el médico más caro de Buenos Aires, de quien solía decirse que en una oportunidad había extirpado una pena de amor del corazón de una solterona.
-¿No le parece demasiado? –insistió nervioso el señor Scoch.
-Es que soy muy famoso. Me conoce todo el mundo.
Entonces Scoch sintió un conocido temblor en la nariz, e inmediatamente se acercó al médico y le dijo:
-Querido doctor Suero. Usted me ha curado y yo quiero recompensarlo como se merece. Un coche me parece muy poco para un profesional como usted, de quien se comentan no sé cuántas hazañas que en este momento no me vienen a la memoria. Casi no puedo creer que cobre tan barato. Ahora mismo voy a dibujar en un papelito el plano de un tesoro que está enterrado muy cerca de aquí, a metros del Obelisco. Este secreto me fue revelado por un pirata amigo que casualmente se encuentra navegando por Madagascar. Si usted sigue correctamente las instrucciones se hará dueño de un cofre que contiene joyas y alhajas.
-Ajá… -se quedó pensando el doctor Suero-. ¿Y pepitas de oro? –preguntó ansioso.
-¡Por supuesto! Cientos… ¡qué digo cientos… miles de pepitas de oro!
Los ojitos del médico brillaban de entusiasmo, refulgían de avaricia, mientras Scoch trazaba unas líneas sobre un papel.
Cuando el mapa estuvo listo, los dos hombres se abrazaron emocionados y luego Scoch salió del consultorio. Su nariz acababa de volver al tamaño normal.

Al achicarse la nariz, la gaviota tomó vuelo y voló y voló hasta sobrepasar los edificios y convertirse en una manchita blanca sobre el cielo azul.