La muerte y
el rey
Marina Colasanti
Noche, todavía no. Pero las nubes tan oscuras que era como si lo
fuera. Y en la oscuridad pesada la Muerte, envuelta en un manto, galopaba su
negro caballo hacia el palacio. Los cascos incandescentes incendiaban el pasto.
Las piedras se deshacían en destellos.
Frente a la muralla, no gritó ni se apeó para llamar a la puerta.
El manto crepitaba al viento. El caballo escarbaba la tierra con la pata. Ella
aguardaba.
Al instante los pesados batientes se abrieron en un chirrido de
herrajes. Y la Temible fue conducida en presencia del Rey.
-Su Majestad, os he venido a buscar -dijo sin rodeos.
-No me negaría a un
llamamiento tan definitivo si no tuviera una buena razón -respondió el
monarca con idéntica
exactitud. -Pero le pido que no partamos ahora. Mañana habrá un torneo en los
jardines del palacio. Y estoy seguro que su presencia dará otro valor a la
disputa.
Un instante fue suficiente para que la Muerte evaluara el pedido. Y
estuviera de acuerdo. Al fin y al cabo, un día menos poco pesaría en la
eternidad. Pero pesarían mucho los que ella llevaría.
Se retiró pues, esperando el amanecer.
Estando aún oscuro, el castillo se agitaba preparando el torneo.
Caballeros llegaban de lejos. En los jardines se armaban tiendas de campaña.
Hogueras ardían en los talleres de los armeros. Cuando el sol nació,
farfullaron las sedas, los gallardetes, las hojas de los árboles, y un idéntico
brillo metálico saltó de las miradas, de las armaduras, de las joyas de las
damas. En un instante sonaron los clarines y los caballos partieron a galope. Y
la sangre floreció en el césped.
Por la noche la Susurrada se dirigió otra vez al Rey.
-Su Majestad, en mi morada nos esperan.
-En la mía también, señora -le
contestó el Rey con dura voz. -Informantes me acaban de
revelar que un grupo de conspiradores está pronto para alzarse en armas contra
mí.
Dándole tiempo para que evaluara sus palabras, agregó en voz más
baja, casi seductora: los que en las sombras se esconden habrán de necesitar su
ayuda.
Vastas son las sombras, pensó la Muerte calculando su parte. Y una
vez más aceptó postergar la salida.
Al atardecer del día siguiente, un mancebo fue apuñalado en un
corredor oscuro, un ministro murió junto a una columna atravesado por una
espada, mientras que de lo alto de una escalera una dama caía envenenada. Antes
del nuevo amanecer el verdugo decapitó las otras cabezas que habían conspirado
contra el Rey.
-Su Majestad, ya esperé más de la cuenta -dijo la Intransponible después de recoger la carta. -Mande ensillar su
caballo. Y partamos.
-Es verdad, ha esperado. Pero fue altamente recompensada -le
contestó el Rey. -Mandaré
ensillar el caballo como me pide. Y partiremos. Pero no para seguir su senda.
Les acabo de declarar la guerra a los países del
Este. Y necesito su presencia en los campos de batalla.
Por antigua experiencia, la Muerte sabía cuánto podría cosechar en
esos campos. Sin decir palabra emparejó su caballo con el del Rey y emprendió
el largo viaje. Había mucho trabajo por delante.
No era trabajo de un día. Ni de dos. Muchos días transcurrieron.
Meses. Años. En que la Sombría no se daba tregua, cortando, quebrando,
arrancando. Y cosechando. Cosechando. Cosechando.
Y como había cosechado tanto, llegó un momento que la guerra no podía
continuar más. Y terminó. Al frente del ejército diezmado el Rey y la Muerte
retornaron a palacio. Y en la sala, ya desprovista de caballeros, el Rey firmó
el tratado de paz.
Fresca aún la tinta, la Insaciable se aproximó al Rey para
recordarle que otro viaje lo aguardaba.
-Iré, amiga
mía -le contestó con voz
gastada de tanto gritar órdenes.-
Pero mañana. Ahora es tarde. Y estoy tan cansado. Permítame dormir en mi cama sólo esta noche.
Y puesto que la Muerte hesitaba: “Sea
generosa conmigo, que le he dado tanto”.
Una noche, pensó la Invencible, no haría diferencia. Y también ella
merecía un descanso. Como en el día de su llegada, ahora tan lejano, se retiró
a sus aposentos.
Silencio en palacio. Sólo el sueño recorría los corredores. Pero en
su habitación el Rey permanecía despierto. Había llegado el momento. Se
levantó, se cubrió con un manto, agarró el candelabro con la vela encendida,
abrió la pequeña puerta que una cortina ocultaba y entró en el pasadizo secreto
tratando de no hacer ruido.
Bajó algunos peldaños, siguió por el fangoso piso entre paredes
estrechas, bajó una escalera enorme, avanzó por una especie de corredor
interminable, bajó otros peldaños. Finalmente, con la cabeza gacha para evitar
las telas de araña, dio un tirón a una argolla de hierro y una puerta se abrió.
Había llegado a la caballeriza.
De un suspiro el viento apagó la vela. Tanteando agarró montura y
arreos, y con gesto rápido ensilló el caballo. Lo montó de un salto. Le clavó
las espuelas. Soltó las riendas. Y ya estaba afuera galopando en la noche,
alejándose de palacio.
Galopaba el caballo. Por un instante las nubes se abrieron, la luz
de la luna mordió el pescuezo de la bestia. Fue entonces que el Rey notó que el
caballo era más negro que las tinieblas. Y que al pasar, los cascos
incandescentes quemaban el pasto deshaciendo las piedras en destellos.
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